Elihu Root fue un abogado newyorquino a quien el presidente McKinley nombró Secretario de Guerra para que administrara las nuevas colonias que le habían «caído» a EE. UU.: Puerto Rico, Filipinas y Cuba. Fue Root el que propuso a Leonardo Wood como gobernador de la Isla en la primera intervención. El desprecio de Root por los cubanos era evidente.
Cuando la Asamblea Constituyente comenzó a redactar la carta que presidiría la República, Elihu escribe a Wood que le haga saber a los asambleístas que «si el pueblo americano llega a tener la impresión de que los cubanos son ingratos y poco razonables, entonces el pueblo americano no sería tan altruista y sentimental la próxima vez que ellos tengan que intervenir en los problemas cubanos…». Aquello terminó con la infamia de la Enmienda Platt.
Años después, en 1929, Rafael Martínez Ortiz, quien fuera Secretario de Estado de la Isla, explicó, al hablar de aquellas labores de la Asamblea Constituyente, que en ella «la realidad se impuso a todas las conciencias capaces de apreciar la naturaleza del problema. Solo continuaron haciendo alharaca los fanáticos (…) las personas de escasa cultura; tenían que ver las cosas desde el punto de vista de su sentimentalismo». Para él, poco valor tenían los patriotas opuestos a la infamia, eran «fanáticos», que es decir extremistas, guiados por el sentimentalismo más que por la racionalidad.
El moderado Martínez Ortiz, algunos años antes, al inaugurar, en diciembre de 1924, la Primera Conferencia Panamericana de Eugenesia y Homicultura, no tuvo reparos en decir que, para Cuba, toda inmigración debía evitar el ingreso de «individuos o razas poco aptas», y concluyó que se debían favorecer «dos razas superiores». Para él, una de esas era la europea mediterránea, y la otra, la sajona
Al moderado Prío, como a su tutor, Grau San Martín, el discurso de soberanía y antimperialismo «light» solo les duró, como máscara, hasta llegar a la presidencia del país.
Cuenta el periodista Luis Ortega que, al entrevistar a Prío en los días posteriores al golpe de Estado, este le rogó que intercediera con Batista para que le devolviera una caja que había dejado en su escritorio presidencial. La caja, le confesó, contenía entre otras cosas, 250 000 pesos con los que pensaba recomenzar su vida de exiliado.
Aquel líder moderado que había emergido a la vida pública después del derrocamiento de Machado, exclamó: «Dile a Batista que me devuelva la cajita con todo lo que contiene, yo confío en su caballerosidad». Al menos ya sabemos cuánto valía la patria para Prío Socarrás.
Fernando Martínez Heredia insistía, hasta sus últimos escritos, en acompañar a la Revolución con su condición de socialista y de «liberación nacional». Tampoco dejó de llamar a la República anterior a ese triunfo, como república neocolonial burguesa. Al recalcar su carácter socialista se revindica su esencia clasista, algo, en definitiva, que es propio de todo sistema social, aun cuando los ideólogos capitalistas de diverso signo pongan tanto empeño en que no se mencione.
Cito a Martínez Heredia: «En Cuba, los tremendos impactos de la justicia social ejercitada y del fin de la dominación neocolonial sucedieron juntos –solo juntos podían suceder–, y superaron a los antiguos discursos nacionalistas y a las ideas y prácticas reformistas. Por eso le llamo, a la de 1959, revolución socialista de liberación nacional».
Poco favor intelectual se hacen los que quieren desempolvarnos «antiguos discursos nacionalistas» y reformistas sin mucha novedad en la argumentación gastada, salvo algún que otro ocurrente ejercicio de la palabra que oculta lo superado, para venderlo de contrabando como una idea nueva. Apañándose para presentarse como lo otro, lo alternativo, lo superador, o lo ubicado moderamente al centro, en realidad se trata de hacer potable a la realidad cubana el retorno al capitalismo colonizador que, en Cuba, necesariamente seguirá a una derrota de la Revolución.
No es honesto articular retrocesos a nombre de los desposeídos, usándolos como máscaras. Quiénes disfrazan la restauración capitalista en aire de posmodernidad me recuerdan el oficio de palanganero que pretende higienizar las partes húmedas de la República para, en realidad, ofrecerla al comprador más poderoso de la hegemonía capitalista global. Esa cabriola la hacen, a la vez que acusan de extremistas, como Martínez Ortiz, a quienes defienden la radicalidad antimperialista que reclama, como principio, la soberanía nacional.
Seis décadas de historia ligan nuestra independencia, como apuntaba Martínez Heredia, al socialismo que proclamamos en nuestras constituciones posteriores al triunfo revolucionario de 1959, refrendadas en voto popular abrumador. Todo discurso que se proponga derrotar la Revolución socialista de liberación nacional, el Estado que la representa y sus organizaciones, no importa el lenguaje de diverso signo ideológico con que se vista, es estrictamente contrarrevolucionario como manifestación de retroceso.
La realidad es que, a lo moderado, ya sea llamándose socialdemocracia, de centro, o de otra forma, no se le ha dado nunca bien el antimperialismo. Por eso evitan hablar de ello. Pero es que lo que define a la lucha de clases a escala global hoy, sigue siendo la puja imperialista colonizadora contra la aspiración de las mayorías a un orden socioeconómico que supere al capitalismo. Toda propuesta que no asuma de frente esa disyuntiva y no tome partido del lado de los pobres, es una propuesta de retroceso y, por tanto, desde lo ideológico, contrarrevolucionaria.
Oscar Wilde hallaba la mayor vileza en aquel esclavizador que se pretendía humano por hacer más pasable la vida al siervo, pero cuyo objetivo era ocultar la naturaleza explotadora del sistema de servidumbre. La reticencia a la radicalidad, en nombre de una reconciliación de clases imposible, es precisamente eso: hacer tolerable y natural para el colonizado su condición de siervo.
Los revolucionarios abogamos también por el fin de los odios, pero ese fin lo vemos posible solo con el fin de la injusticia social. Todos los nacidos en Cuba debemos ser hermanos, pero sobre la base de que conquistemos toda la justicia.
Antes del 59, resulta que algunos eran más «hermanos» que otros. El latifundista cubano era más hermano del latifundista yanqui que del guajiro cubano y, para ambos, la condición falsa de hermandad con el campesino terminaba cuando de pagarle una miseria se trata, o cuando el apetito incontrolable lo saldaban con el desalojo.
La falsa hermandad del casateniente con el cubano inquilino se acababa cuando se fijaba la renta expoliadora y, de no pagarla, no había condición de cubano que salvara del desalojo a la familia, incluyendo a los niños, el abuelo, el perro y hasta el gato. Parece que algunos quisieran que no recordáramos que la hermandad del burgués, por muy cubano que sea, solo ocurre con sus compinches de clases, sean cubanos o no.
Parece que algunos, también, quisieran que no recordáramos que fueron los moderados los que se levantaron por voluntad propia de la mesa de la Revolución, en sus primeros años, en cuanto se hizo evidente que el único camino de verdadera emancipación pasaba por el antimperialismo raigal, y cuando el olor a humilde empoderado resultó demasiado para sus refinadas narices. Una cosa es hablar de la Revolución y otra cosa es hacerla.
El buen moderado sermonea un camino de conciliaciones mientras nos dice que la solución a los problemas del mundo no es repartir los peces sino enseñar a pescar. Pero no nos dice que, una vez que tienes la habilidad de la pesca, resulta que descubres que en este sistema-mundo capitalista, el dueño de la vara, el carrete, la red y el anzuelo son el 1 % de la población que, gustosa de tu habilidad de crear riquezas, ahora te obliga a que le entregues la parte gruesa de la captura.
A escala planetaria, el sistema imperial global esquilma a los países pobres justo hasta el punto en que no peligre su capacidad colectiva de seguir entregando riquezas, y cuando se les va la mano, ahí están los préstamos financieros de «salvamento», para evitar que nuestro colapso afecte la eficiencia expoliadora del sistema.
Pero el buen moderado no quiere hablarnos de eso, como no nos quiere hablar de que ninguna socialdemocracia se ha levantado jamás de manera orgánica, a denunciar y combatir la depredación económica imperialista sobre los países pobres. Al contrario, se acomodan convenientemente al mecanismo colonizador del imperialismo global, sirviéndolo de apoyo en cuanto foro necesita de su complicidad o, sin hacerle mucho asco, perteneciendo al ejército imperial global, ya sea bajo las siglas de la OTAN, o en alianzas militares de «los dispuestos» a atacar a algún infeliz «rincón oscuro del planeta».
El moderado, como el buen esclavista, quiere naturalizarnos el expolio global, dándole ropaje aceptable o invitándonos, como si fuera alcanzable para la mayoría, a que seamos parte de los vencedores imperiales. Pero si una nota disonante amenaza a la orquesta homogenizadora capitalista, el moderado da un paso al lado para que logre preeminencia el extremo que dicen aborrecer, pero que sienten necesario como correctivo a los radicales de las revoluciones. Una vez sofocados los sonidos estridentes de los espartacos, bajo la violencia genocida, entran piadosos los moderados, a condenar los excesos de los dos extremos, equiparando víctimas y victimarios, y sermoneando, otra vez, sobre la necesidad de la hipócrita fraternidad universal de la democracia, así, sin apellidos.
Los mediastintas deberían rogar a sus aliados porque les hagan las cosas más fáciles. Carlos Saldrigas, el burgués sobrino del ministro de la dictadura batistiana, confesaba públicamente, no hace muchos años, como ponía su fortuna en función de crear un «embrión de alternativa moderada y centrista» para Cuba. Curiosamente, algunos de sus anfitriones del patio, durante la época Obama, revindicaban «el corrimiento al centro» como la vía superadora de la radicalidad antimperialista revolucionaria. También necesitan, como justificación académica, acusar a la Revolución de detenida en el siglo XX, mientras (¡oh!, ironía, si hay alguna) apelan a una constitución de la primera mitad del siglo pasado, como referente insuperable. Lástima que Martínez Heredia, Ana Cairo, Torres-Cuevas y tantos otros historiadores radicales «machaquen» tantas veces cómo se superó, por una Revolución socialista de liberación nacional, aquello que, si bien avanzado en su época, sí está anclado en un pasado de reformismo que fue incapaz de superar al capitalismo neocolonial.
El moderado hoy, en el campo de batalla de la Revolución Cubana, sometida al bombardeo criminal del bloqueo que lo condiciona todo, nos advierte con aires de sabio que la «Cuba posible» está lejos de los extremos que, según ellos, se tocan. Y mientras caen las bombas como sanciones, predican que salgamos de las trincheras sin armas, a ponernos a medio camino, justo ahí, donde el tiro del enemigo imperial es más efectivo.
Habrá que recordarle al moderado que Cuba es una nación fundada sobre la radicalidad de Martí, de Mella, de Guiteras, de Fidel, y a esa radicalidad revolucionaria nos debemos con los humildes, por los humildes y para todos los humildes de este planeta. Y que, contrario a las prédicas conciliadoras, frente al imperio que amenaza con taparnos el sol con sus garras, este pueblo radical, si es necesario, en vez de rendirse, seguirá peleando a la sombra.