No todo el que nace puede cumplir cien años. Hace hoy un siglo, a Cuba le nació uno de esos seres que, incluso habiendo partido antes del mundo, sí lo conseguiría, uno que dispuso sus fuerzas y su inteligencia a servir y marcar sendas.
A su madre, la maestra normalista María Cristina Bolaños, se le adelantó el parto al regresar de Nueva York y dio a luz a Cintio Vitier en Cayo Hueso, justo en aquella tierra donde vibró con calibre de héroe la palabra del Apóstol de la independencia cubana, aquel cuyo intachable pensamiento se convertiría en obsesión y fundamento de su vida y obra, la que estudiaría y divulgaría con sumo placer, a sabiendas de la necesidad de acercarla a sus coterráneos.
Fue su alma nido de probidad y poesía, y en esa cuerda consolidó su ser, marcado por dos amores que le fueron inalienables, el de su país y el de Fina, fuente a su vez de otros afectos, que lo hicieron dichoso.
Una vida ocupada en asuntos rectos, como el de escribir y estudiar la literatura, y el de poner a disposición de todo cubano el verbo guiador de Martí, resultarían una copiosa obra donde floreció con igual brillo la ensayística, la ficción, y la lírica, pero nunca fue más feliz que cuando emprendiera la campaña de los Cuadernos Martianos, en cuyo financiamiento participó el pueblo cubano, para recibir después de tal empeño la merecida retribución de verlos hecho realidad.
Fue «en agosto de 1994, ante sucesos tan indignantes como dolorosos», que puso en marcha el proyecto colocado «en nuestras escuelas, en las manos y los corazones de nuestros maestros y estudiantes» apoyado por Vietnam, China e Islas Canarias, «y valorado por Raúl Castro como de “importancia estratégica” para la resistencia de la patria».
Ese Cintio, sol de nuestro mundo intelectual, erudito, previsor, comprometido hasta el tuétano con la Revolución Cubana, cumple apenas un siglo de vida, y se dispone a preservar su trascendencia.