La nombraron con el encanto del firmamento, y no fue en balde. Mucho de estrella y de cielo tendría aquella niña que vino al mundo el 9 de mayo de 1920, en Media Luna.
Con apenas dos años estremecía a todos en la casa con las ocurrencias y picardías de la pequeña capaz de tragarse un bulbito farmacéutico; de guardar bibijaguas en el bolsillo de un varón necio; de dormir a una bebé en una tabla de planchar; o de cerrarle la llave de paso a un vecino para que quedara enjabonado.
Pero a aquella criatura, tierna y especial, le latía, junto a la broma, un apego a lo justo y a lo humano. Solo ella para enfermar de fiebre emotiva tras la muerte de la madre amada, cuando apenas tenía seis años; solo ella para reunir dinero y comprarles juguetes a los niños pobres del pueblo el Día de los Reyes Magos, y solo ella para hacerse cómplice vehemente del padre Manuel –médico honorable y bueno– en la cura de los «sin nada».
La habían bautizado como Celia Esther de los Desamparados, y su vida no tendría una verdad mayor que esa.
En ella encontró amparo la memoria del Maestro en el centenario de su natalicio. Gracias a ella los expedicionarios del yate Granma tuvieron el abrigo solidario de los campesinos, para enrumbar luego la causa rebelde de la Patria. Fue ella, primera de verde olivo, la protectora de la guerrilla en la Sierra Maestra, el alma de un pelotón femenino, la combatiente imprescindible… la madrina querida.
Cuando la Revolución triunfante necesitó de una guía acertada, que acompañara a Fidel, siendo su luz y no su sombra, fue ella líder natural. Cuando la historia reclamó para el futuro la salvaguarda escrita, ahí estuvo con los retazos de papel que guardó pacientemente. Cuando el país procuró amparo para niños huérfanos, ella abrió su pecho. Cuando una madre o un campesino requerían de ayuda, decían: «voy a escribirle a Celia», y se les abría un camino.
Su leyenda de heroína tiene, para muchos, una dimensión mayor. Retrato vivo de la sencillez y del detalle mismo, Celia vestía modestamente, comía poco, fumaba mucho, cuidaba con celo de las plantas y era feliz con los colores del arcoíris, la belleza de una mariposa, la magia de un atardecer y la brisa del mar.
La fatiga nunca la habitó, como no la habitó la indiferencia. Estaba en todo y escapaba del protagonismo en cámaras y entrevistas, porque la suya era vocación por la verdad, no por la grandeza.
Sin descuidar uno solo de sus roles en el servicio constante a la Revolución, siempre halló tiempo para el necesitado; ella, encarnación de la modestia, regazo materno de un país.
Mañana, cuando toda Cuba festeje el Día de las Madres, una feliz coincidencia nos recuerda que, justo un domingo, también 9 de mayo, la Isla celebraba por primera vez la fecha, a la par que, en Media Luna, a la Patria le nacía una madre: Celia Esther de los Desamparados Sánchez Manduley.