Cuando hace 65 años los integrantes de la Agrupación Católica Universitaria se propusieron realizar su famosa encuesta a los trabajadores rurales cubanos (1956-1957) –acaso el retrato más completo y mejor documentado de entonces sobre lo que pasaba en nuestros campos–, no les quedó otra opción que inventarse una manera muy rara para preguntarle a aquella gente por su nivel educacional.
«¿Ud. no sabe leer y escribir, no?», interrogaba textualmente el cuestionario, como queriendo disimular o en el mejor de los casos restar importancia al bochornoso trance que representaba para el guajiro reconocer un analfabetismo crónico, que la propia encuesta se encargaría de confirmar con pelos y señales: hacia 1957 el 43 % de los campesinos cubanos no sabía leer ni escribir y el 44 % no había asistido nunca a una escuela.
No fueron estos los únicos males que desenterraron los encuestadores: en la «próspera» Cuba de finales de los 50 solo el 0,8 % de las viviendas del campo era de mampostería, con techo de tejas y piso de cemento; el 63,9 no tenía ni inodoro ni letrina; el 85,5 se alumbraba con una chismosa y algo todavía más sorprendente: según el propio sondeo, sus habitantes pesaban 16 libras por debajo del promedio teóricamente aceptado, equivalente al 91 % de desnutrición.
En medio de un oscurantismo tan cruel como bien aprovechado, miles y miles de hombres y mujeres del campo –y también de la ciudad– habían optado a inicios de la década por encomendarse al Buzón de Clavelito, un espacio de Unión Radio, donde el poeta repentista villareño Miguel Alfonso Pozo, convertido en una suerte de brujo mediático, «curaba» los males de la Isla, ya fueran de salud, de dinero o de amor.
Muchos dicen –y la razón parece estar de su lado– que en buena medida la Revolución Cubana fue resultado directo de los problemas acumulados en el campo, los mismos que en 1953 había denunciado Fidel en ocasión de su apasionado alegato de La historia me absolverá, que luego vendría a refrendar el trabajo de campo de la Agrupación Católica Universitaria.
El más grande de todos pero no el único era que los mejores suelos del país no eran del país, sino de las compañías extranjeras que por décadas venían «tragando y tragando» tierra, como diría el trovador –las norteamericanas eran dueñas de casi 100 000 caballerías–, y que el 1,5 % de los propietarios concentraba más del 46 % del área nacional en fincas.
De transfigurar aquella realidad se encargaría la Revolución del 1ro. de enero de 1959, y todavía más, la del 17 de mayo del propio año, una revolución dentro de otra, que entregó la tierra en propiedad a quienes la trabajaban; reivindicó la sangre de Niceto Pérez, de Sabino Pupo, de Felino Rodríguez y de otros muchos; le cortó las alas al latifundio y en particular a la sacarocracia; acabó con la aparcería, el desalojo y el tiempo muerto, y les devolvió las esperanzas a aquellas almas que, en medio del desamparo y las artimañas, llegaron a confiar más en el agua milagrosa de Clavelito que en todos los políticos de la época.